En el léxico político contemporáneo resulta difícil encontrar una palabra más manoseada que populismo. El vocablo reúne una cantidad tan diversa de experiencias políticas verificadas en un arco temporal de dos siglos que, en lugar de definir un régimen de gobierno y una práctica específica de la política, se vació de contenido y, más todavía, pasó a ser un término peyorativo. Como dice Ernesto Laclau: “el populismo no solo ha sido degradado, también ha sido denigrado”. Y añade Enzo Traverso: “el abuso del concepto de populismo es tan grande que, según creo, ya perdió buena parte de su valor interpretativo”.
La historiografía estadounidense denominó populistas a los gobiernos de amplia base social encabezados por caudillos carismáticos surgidos en las posindependencias latinoamericanas, como Vicente Guerrero (México) y Manuel Isidoro Belzu (Bolivia). En la Rusia zarista los populistas (naródniki) eran quienes, apoyados en las doctrinas de Aleksandr Herzen y Nikolai Chernyshevsky, pretendían crear un socialismo agrario con fundamento en la comuna rural, para lo cual tenían que “ir al pueblo”. A los regímenes del Tercer Mundo que incorporaron las masas populares a la política, realizaron reformas sociales profundas y cimentaron Estados autoritarios que intervinieron en la economía a través de líderes como Lázaro Cárdenas en México, Getúlio Vargas en Brasil, Juan Domingo Perón en Argentina o Mustafa Kemal Atatürk en Turquía, la sociología política los caracterizó de populistas. Asimismo, algunas políticas del New Deal rooseveltiano, y sin duda su retórica, fácilmente podrían tildarse de populistas en términos contemporáneos.
De acuerdo con Marco d’Eramo, a partir de la Guerra Fría el populismo adquirió una denotación negativa cuando se trazó un vínculo conceptual e históricamente arbitrario entre el comunismo (estalinista) y el fascismo —confrontados desde las entreguerras cuando el fascismo trató de conjurar la revolución social en Europa— que cultivaron la semilla totalitaria. De ahí que autores como Enrique Krauze ofrezcan definiciones tan holgadas sobre el populismo, en las que caben distintas formas de Estado y regímenes políticos, bastando para acreditarlas como tal
el uso demagógico que un líder carismático hace de la legitimidad democrática para prometer la vuelta de un orden tradicional o el acceso a una utopía posible y, logrado el triunfo, consolidar un poder personal al margen de las leyes, las instituciones y las libertades.
Para el historiador mexicano el populismo no remite a una ideología, sino que más bien representa “una forma de poder” basada en la dominación carismática y en lo que Carl Schmitt llamó oposición binaria amigo/enemigo, que Krauze resignifica como la división entre “los buenos” y “los malos”.
Por su parte, Federico Finchelstein considera que el populismo es “una forma autoritaria de la democracia” que
defiende a un líder nacionalista iluminado que habla y decide por el pueblo. Minimiza la separación de poderes, la independencia y la legitimidad de la prensa libre y el imperio de la ley. […] A nivel global el populismo no es una patología de la democracia, sino una forma política que prospera en democracias particularmente desiguales, es decir, en lugares donde la brecha de ingresos crece y la legitimidad de la representación democrática decrece.
Ello ocurre, sostiene Héctor Aguilar Camín, porque el populismo es el reflujo provocado por las modernizaciones truncas “que destruyen lo viejo sin incorporarlo”, excluyendo de los beneficios del desarrollo a una masa heterogénea que demandará la inclusión económica y política con el objetivo de hacerse de rentas y espacios dentro del Estado y formar parte de las “clientelas de beneficiarios”, las cuales viven a expensas del erario público. Por esto último, dichos regímenes “terminan con frecuencia en crisis fiscales que se llevan todo lo ganado”. Su discurso suele ser “reivindicativo, pobrista, antioligárquico, anticapitalista, normalmente antinorteamericano. Y siempre antigubernamental”.
Con mayor densidad conceptual, Pierre Rosanvallon también se hizo cargo de las experiencias históricas, la lógica de funcionamiento del populismo, los debates en torno a su definición y los problemas de la democracia contemporánea. El historiador francés asienta que el populismo es una cultura política, una ideología y una práctica, pero también un régimen. Más allá de la polarización discursiva del “ellos” contra el “nosotros”, lo que le interesa destacar a Rosanvallon es la tensión entre el pueblo —el tropo populista— entendido como un cuerpo-cívico (constituido por los ciudadanos) y el pueblo-cuerpo social (identificado con grupos sociales concretos y específicos). El populismo prioriza la democracia directa y una perspectiva polarizada e hiperelectoralista de la soberanía popular, con el consecuente rechazo a los cuerpos intermedios, y presupone que la voluntad general es susceptible de expresarse de forma espontánea. La concepción populista de la representación otorga preeminencia a la figura del “hombre-pueblo” ocupado en remediar el problema de una representación deficiente o incluso espuria. Las más de las veces, sin embargo, el “hombre-pueblo” de arriba se impone al “pueblo-rey” de abajo, asumiendo la necesidad de “protegerlo de sus enemigos”. En su visión soberanista de la reconstrucción de la voluntad política —abunda Rosanvallon—, el populismo politiza otras esferas, señaladamente la economía. Aunque puede devenir en democradura del mismo modo que la democracia liberal puede degenerar en oligarquía electiva, el populismo representa una forma límite del proyecto democrático.
En el imaginario político neoliberal el populismo ocupa el lugar del fantasma comunista, justo cuando las oligarquías financieras, no sujetas a ningún control democrático, cercenan la libertad de las mayorías. Bien señala Wendy Brown que,
en lugar de la promesa liberal de asegurar al sujeto políticamente autónomo y soberano, el sujeto neoliberal no recibe garantía alguna de vida (por el contrario, en los mercados algunos deben morir para que otros vivan) y, por consiguiente, está tan atado a fines económicos que es potencialmente sacrificable a ellos.
La conceptualización neoliberal del populismo lo opone a la democracia, además de que prácticamente omite la acción intencional y concertada de los subalternos. Si en el siglo XIX los liberales (ni qué decir los conservadores) tuvieron reparos hacia el sufragio universal —que las clases populares consiguieron desde la protesta callejera—, en el siglo XX tampoco se avinieron bien con la sociedad de masas. La perspectiva neoliberal desautoriza la política plebeya, pues considera que su flujo corre de arriba hacia abajo y las masas son únicamente la materia sobre la que actúa el líder, quien activa a placer a agregados sociales incapaces de constituirse en sujetos autónomos y dispuestos a cualquier aventura por enloquecida que sea. En esta lógica, la elección racional no se considera atributo de las clases populares; antes bien, las gobiernan la emoción, la ira y el resentimiento. Este planteamiento no solo es elitista, por ser suave —“las masas no acumulan la inteligencia, sino la mediocridad” (Gustave Le Bon)—, sino que es erróneo, como lo muestran la sociología histórica (Charles Tilly, Sidney Tarrow) y la historia social (George Rudé, Eric Hobsbawm, E.P. Thompson).
Francis Fukuyama, célebre por su tesis acerca del “fin de la historia”, registra el virus antidemocrático no solamente en la periferia atrasada, sino en las democracias consolidadas de Occidente. Donald Trump, por ejemplo, sería la expresión estadounidense de la tendencia general que este politólogo denomina nacionalpopulismo:
El aumento de la política de la identidad en las democracias liberales modernas es una de las principales amenazas a las que se enfrentan y, a menos que seamos capaces de volver a los significados más universales de la dignidad humana, estaremos condenados a prolongar el conflicto.
En una línea parecida, la periodista e historiadora Anne Applebaum plantea que, “dadas las condiciones adecuadas, cualquier sociedad puede dar la espalda a la democracia” porque la pulsión autoritaria cunde en las almas simples “que no toleran la complejidad” y contamina por igual a derechas e izquierdas, a marxistas y nacionalistas. El instrumento lo proporcionó la Revolución de Octubre con la creación del primer “Estado unipartidista antiliberal”, legado posteriormente a múltiples ideologías y formaciones políticas. La maquinaria creada por Lenin quedaría a disposición de Hitler, Franco, Viktor Orbán y los gemelos Kaczynski, mientras que la polarización discursiva del bolchevismo cedería ante la némesis anticomunista en la era possoviética. Aún muerto—sugiere la escritora—, Lenin vive en el fondo de quienes se apropiaron de su criatura.
Las perspectivas de izquierda enfatizan el déficit democrático de las sociedades capitalistas contemporáneas dominadas por oligarquías que gobiernan mediante el poder del dinero en connivencia con la clase política. Para Boaventura de Sousa, el populismo no tiene una relación unívoca con la democracia, pues “puede ser tanto una amenaza a la poca democracia que tenemos como la promesa de una democracia de mayor intensidad, que merecemos”. Lo que actualmente se denomina populismo, indica José Luis Villacañas,
es una respuesta a las propias dimensiones problemáticas que la modernidad encierra y a la crisis social inevitable que genera bajo su forma presente de globalización neoliberal.
Por tanto, no hablamos de un retorno al paraíso perdido autoritario, antes bien, el populismo forma parte del nuevo espacio político. Tampoco podríamos decir que se trata de una causa, sino del síntoma de una crisis en la gestión neoliberal de la economía y la política. La polarización social, la creciente desigualdad, la violencia, la economía criminal, la desposesión de las comunidades, la corrupción, la degradación del ambiente, la precarización del trabajo y la marginación de grandes segmentos de la población (pobres, migrantes, indígenas) son entonces el combustible de la protesta pública que se articula intermitentemente, pero con gran velocidad, fuerza y eficacia.
Traverso distingue cuatro conceptos confundidos en el debate político actual: populismo, fascismo, neofascismo y posfascismo, reservando el último para caracterizar a las derechas extremas del siglo XXI. Tanto el populismo como el fascismo corresponden a un régimen de historicidad caduco, el siglo XIX (populismo) y la primera mitad del siglo pasado (populismo y fascismo), por lo que el historiador italiano los considera conceptos anacrónicos para comprender las derechas actuales. El populismo es, según Traverso, un estilo político, la adjetivación de determinadas actitudes políticas (por ejemplo, la demagogia), que no se corresponde con una ideología o un régimen político específico en el siglo XXI. El uso contemporáneo del término, indica el autor, resulta problemático, porque el concepto de populismo mutó en un calificativo para descartar a los adversarios políticos que diluyen la distinción entre izquierda y derecha dentro del campo político. Por otro lado, los neofascismos son tentativas contemporáneas de recuperar los fundamentos originales del fascismo, mientras que los posfascismos conservan esta matriz y hasta la trascienden al incorporar elementos nuevos en el imaginario de las derechas extremas del siglo XXI. Con una ideología porosa y un discurso antipolítico, que puede tomar elementos de corrientes diversas, a veces contrapuestas, las recetas posfascistas son políticamente reaccionarias, socialmente regresivas y “postulan el restablecimiento de las soberanías nacionales, la adopción de formas de proteccionismo económico y la defensa de identidades nacionales amenazadas”.
La reacción intelectual frente al populismo encierra dos preocupaciones poco explícitas en el discurso acerca de las libertades, libertades que suscribimos y se obtuvieron a través de luchas civiles prolongadas, pues fueron demandas colectivas antes de convertirse en ley. La primera es el desmoronamiento de un statu quo que parecía definitivo después del colapso comunista y la globalización neoliberal, un orden en el que el capital no tiene límites para su reproducción. La otra bestia negra es la eventual configuración de un horizonte utópico que ofrezca opciones históricas distintas a un presente que aspira a perpetuarse hasta el infinito. Anticipándose a la revuelta juvenil de 1968, Herbert Marcuse presentó de esta manera el problema:
La sociedad contemporánea parece ser capaz de contener el cambio social, un cambio cualitativo que estableciera instituciones esencialmente diferentes, una nueva dirección del proceso productivo, nuevas formas de existencia humana. Esta contención del cambio social es quizá el logro más singular de la sociedad industrial avanzada.
Pensar siquiera que el statu quo puede modificarse fue y continúa siendo el temor fundamental de las oligarquías.
Carlos Illades es autor de Vuelta a la izquierda (Océano, CDMX, 2020). Este texto retoma y actualiza lo expresado allí.
Imagen de portada: José Clemente Orozco, El pueblo y sus falsos líderes (detalle), 1935-1937. Dominio Públic